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Coincidiendo con la caída del Imperio Romano de Occidente, durante los siglos VI y VII se produce un período de ocultamiento del pensamiento tradicional que contrasta con el apogeo conocido en los siglos anteriores, que, como hemos señalado, tuvo en Alejandría su foco de irradiación más importante. Este ocultamiento también afectó a la Tradición Hermética, que tras la desaparición de la escuela de Alejandría y de Atenas se concentrará en determinadas ciudades del Próximo Oriente, y especialmente en Bizancio (Constantinopla), por aquel entonces capital del Imperio Romano de Oriente, ya completamente cristianizado. En efecto, Bizancio aparece como la heredera más importante del legado hermético y neoplatónico, y en definitiva de la cultura clásica, que allí vivirán un nuevo florecimiento, perdurando hasta bien entrada la Edad Media. Esa herencia está presente, por ejemplo, en la obra del bizantino Miguel Psellos (siglo XI), gran comentador del Corpus Hermeticum y de los Oráculos Caldeos, así como de Platón, Proclo, Dionisio Areopagita, etc., y que posteriormente ejercerá una notable influencia en la tradición renacentista. Precisamente, y ya que mencionamos a Proclo, diremos que su importante obra se transmite a la Edad Media por mediación de Dionisio Areopagita y también a través del Liber de Causis (Libro de las Causas), durante largo tiempo atribuido a Aristóteles, texto que como su propio nombre indica trata de los principios de las cosas y los seres, comenzando por la Unidad metafísica, a la que se identifica con el Bien y lo Puro o No-compuesto. El Hermetismo medioeval resurge con fuerza bajo el impulso de la naciente civilización islámica, que en menos de cien años se extiende desde la China y la India hasta la Península Ibérica. En efecto, existen numerosos adeptos árabes que traducen a su lengua los libros herméticos (sobre Alquimia, Astrología, Magia, Matemáticas, Medicina, y las ciencias de la naturaleza en general), lo que hace posible que éstos se conserven y sean traducidos posteriormente al latín, permitiendo así su difusión por todo el Occidente europeo, que en la época de expansión del islam (siglos VII-VIII) vivía sumido en la difícil transición de la Edad Antigua al Medioevo. Por otro lado, no es mera casualidad, sino algo que depende de los designios divinos que entretejen la estructura invisible de la historia, que simultáneamente a la penetración árabe en la Península Ibérica (siglo VIII) se estuviera gestando la unidad política, cultural y religiosa de la cristiandad bajo la autoridad temporal y espiritual del Sacro Imperio Romano, instituido por Carlomagno, y con el que comienza definitivamente el Medioevo, como hemos visto en el acápite anterior. Esta unidad va a facilitar que a través de la España musulmana (país que recibe la denominación de "Puerta Real de la Alquimia" y "Puerta Solar") el arte y la ciencia sagrada de Hermes lleguen efectivamente a Europa. Por encima de las diferencias que pudieron afectar a las relaciones que entre sí mantuvieron los exoterismos de las civilizaciones tradicionales, siempre prevaleció el punto de vista esotérico y metafísico, que las identificaba en lo esencial. La califal Córdoba y más tarde Toledo son las ciudades en las que se produce el verdadero renacimiento medioeval, y donde fructíferamente van a convivir durante largos períodos de su historia las tres tradiciones del libro: judaísmo, cristianismo e islam. Pero es sobre todo con la escuela de traductores de Toledo que comienza a verterse al latín el hermetismo acumulado y desarrollado por los árabes. Sabios venidos de todos los países de la cristiandad (por ejemplo Miguel Escoto y Gerardo de Cremona) coinciden en la ciudad imperial, "crisol de alquimistas". Junto a la de Toledo hemos de resaltar la enorme importancia de las Escuelas de Chartres y de Oxford (siglos XII y XIII) en la difusión de las ideas herméticas y platónicas. La enseñanza de ambas escuelas se fundamentaban en las siete Artes Liberales y en el Timeo de Platón. A la primera pertenecieron los hermanos Teodorico y Bernardo de Chartres, Guillermo de Conques, Juan de Salisbury, Gilberto de la Porrée y Bernardo Silvestre, todo ellos continuadores de la obra de Juan Escoto Erígena (siglo IX), monje irlandés que recibe a su vez la herencia del hermetismo alejandrino y el platonismo cristiano de Dionisio Areopagita, siendo su obra más importante Sobre la División de la Naturaleza. En la segunda encontramos al ya mencionado Miguel Escoto, alquimista y astrólogo, a Robert Grosseteste y Roger Bacon, conocido como el "Doctor Mirabilis" por la gran síntesis que realizó de todas las ramas de la Ciencia Sagrada. Se ha de destacar también que en esas dos escuelas se produce un desarrollo de las ciencias de la naturaleza y la experimentación, tomadas como soportes simbólicos para comprender la unidad del Cosmos y su Principio Supremo. Por la importancia que tuvieron en el desarrollo del Hermetismo medioeval merece destacarse la traducción del Libro de Morieno, en el que se relata la leyenda según la cual Hermes Mercurio, el "Padre de los Filósofos" recuperó las ciencias y artes sagradas después del diluvio. Se traduce también la Tabla de Esmeralda, texto fundamental de la Alquimia greco-egipcia puesto bajo la autoría del propio Hermes Trismegisto, y cuyos doce puntos constituyen un resumen sintético de toda la enseñanza de la Gran Obra. No menos importante es la traducción de la Turba de los Filósofos, donde se describe, en forma de diálogos alquímicos, lo acontecido en un congreso imaginario de filósofos griegos como Pitágoras, Sócrates, Demócrito, Parménides, etc. También el libro alquímico y astrológico Picatrix, traducción que se hace durante el reinado del rey sabio Alfonso X, al que se debe la redacción de los Libros del Saber de Astronomía y del Lapidario, donde se habla de las propiedades mágicas del mundo mineral puesto en relación con las energías astrales y planetarias. Lo mismo ocurre con el Libro de la Misericordia, del célebre alquimista árabe Geber. Siglos más tarde, en pleno Renacimiento, Cornelio Agripa, influido por las enseñanzas de este autor, escribe en De la Filosofía Oculta: "Nadie puede sobresalir en el arte alquímico sin conocer los principios en sí mismo y cuanto mayor el conocimiento de sí mismo, mayor será el poder de atracción adquirido, y se realizarán más cosas grandes y maravillosas". Este es el fundamento de la Alquimia natural y espiritual, que el gran metafísico sufí Ibn Arabi desarrollará en su obra La Alquimia de la Felicidad Perfecta, mostrando las etapas que el iniciado debe atravesar en su "viaje" descendiendo primero a los planos elementales hasta retornar, en un ascenso vertical, a "La Fuerza del Elíxir" de la Sabiduría Divina. En dicho ascenso el alma del peregrino recorre los cielos planetarios revistiéndose de la luz cognoscitiva que mora en cada uno de ellos, llegando finalmente ante la presencia del "Trono Divino", "motor inmóvil" o Arquetipo Supremo en el que será absorbido en una plena identificación. En el hermetismo cristiano esta descripción del universo espiritual se representará iconográficamente con una serie de círculos concéntricos con la tierra en su centro, girando en torno a ella los tres elementos restantes más el éter, los siete planetas, el zodíaco, el cielo de las estrellas fijas y el Empíreo, morada del fuego puro y eterno, encima del cual aparece la figura de la Divinidad. Esta imagen del mundo, enraizada en la astrología de Ptolomeo y en el Timeo de Platón, influirá notablemente en Dante, cuya Divina Comedia, escrita al final de la Edad Media, se considera como la gran síntesis del esoterismo hermético-cristiano desarrollado durante ese período, contribuyendo a que dicho esoterismo no se perdiera en las épocas posteriores. Asimismo La Divina Comedia se basó en parte en las enseñanzas del sufismo islámico, y especialmente en las obras del ya mencionado Ibn Arabi. Este fue llamado por sus discípulos "Hijo de Platón" y el "Maestro por Excelencia", quien había alcanzado el grado de "azufre rojo", que no es otro que el estado espiritual que en lenguaje cifrado alquímico sirve para designar a aquel que ha llegado de manera definitiva al Conocimiento mediante la obtención de la "Piedra Filosofal". |
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Durante toda la Edad Media y el Renacimiento fue extraordinaria la influencia de este autor, representante del pensamiento neoplatónico y de la auténtica espiritualidad cristiana. Supuestamente se presenta nuestro personaje como discípulo directo de San Pablo, lo cual sirvió para difundir sus escritos y evitar censuras por parte de la iglesia 'oficial'. Su 'teología negativa', en la corriente de Proclo y Plotino, influyó directamente en todo el medioevo anterior a Santo Tomás (lo que incluye varios siglos), en particular (para citar un solo ejemplo) en la escuela de Chartres, e igualmente en el maestro Eckhart (y en Tauler y Suso), en Nicolás de Cusa y San Juan de la Cruz, entre otros tantos sabios, teólogos y teósofos occidentales. Escribió un tratado sobre Los Nombres Divinos y otro texto sobre Teología Mística, amén de un libro sobre Astronomía. Se conservan también algunas de sus epístolas. Reproducimos aquí dos de sus cartas dirigidas a adeptos.
"A Doroteo, Ministro: "La tiniebla divina es aquella luz inaccesible en la cual, se dice, Dios habita.1 Y como aquella sea inaprehensible a causa de la difusión exuberante de su luz sobrenatural, sin embargo, en ella descansa cualquiera que merezca conocer y ver a Dios, y por la misma razón por la que no ve ni conoce, este mismo existe en Aquel que trasciende cualquier visión y conocimiento, sabiendo sólo de Él que está más allá de las cosas sensibles e inteligibles, diciendo a la vez que el profeta: 'para mí es admirable tu ciencia, tan elevada que jamás podré alcanzarla'.2 "De este modo es como se dice del divino Pablo que conoció a Dios cuando supo que él existía trascendiendo toda ciencia e inteligencia; asimismo dice (él) que sus caminos son indescifrables e inescrutables sus juicios,3 inenarrables sus dones y su paz sobrepasa a todo entendimiento,4 ya que descubrió a Aquél que es totalmente trascendente, y supo, de un modo que sobrepasa cualquier inteligencia, que Aquél que es autor de todas las cosas, es también superior a todas ellas." 1 I Tim., VI 16.
"No te juzgues victorioso, venerado Sosípatro, por atacar aquel culto u opinión que no te parece legítimo, pues si arguyes rectamente contra ellos, no por esto demostrarás el valor positivo de tus afirmaciones; puede ser que, tanto para ti como para otros, se te escape la verdad, que es, a la vez, oculta y verdadera, a favor de las apariencias. "Pues no es bastante que un objeto no sea rojo o brillante, para que sea blanco; ni, si alguien no es caballo, no por eso necesariamente es un hombre. Y así, si me quieres escuchar, esto es lo que harás; desiste de hablar en contra de tus adversarios, y que todo lo que digas sea para establecer la verdad de tal manera que no sean válidas las cosas que se digan contra ti." |
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La heráldica representa una expresión más de la simbólica tradicional de Occidente. Propiamente dicha, ella aparece con la constitución de las órdenes de caballería medioevales, por lo que todo lo que a ella se refiere está directamente relacionado con la casta de los guerreros y de la nobleza en general. No en vano era llamada la "ciencia heroica" o la "noble ciencia", aunque también es cierto que existía un arte heráldico eclesial y de las corporaciones de artesanos, este último muy extendido durante el Renacimiento. El rico y complejo simbolismo heráldico sería más bien una antigualla si realmente no encerrara un sentido esotérico y fundamentalmente sagrado que precisamente es el que le da todo su relieve e importancia, y sobre todo el que lo convierte en plenamente actual y vivo. Sin duda la pieza central y más importante de la heráldica es el blasón o escudo. Etimológicamente el término blasón deriva del verbo alemán blasen que significa "soplo", revelando con ello la presencia de una inspiración espiritual y divina en la elaboración del mismo. En este sentido, antes de devenir un arte escrito y figurado el blasón era gritado por el heraldo de armas en el campo de batalla y en los torneos, utilizando para ello también la música, es decir que era transmitido por medio de la palabra y el sonido. Y todo lo que ya hemos dicho en este Programa Agartha sobre la asimilación y complementariedad entre el simbolismo sonoro y oral y el simbolismo geométrico y visual cuadra en este caso particular. En primer lugar en el escudo heráldico se plasma el arte de la divisa y el emblema. La divisa es una sentencia, una frase criptogramática que constituye el alma de lo que aparece en el mismo, mientras que el emblema es la figura o el cuerpo. En general todo el mundo de la naturaleza, los animales (incluidos los fabulosos como el dragón y el grifo), las flores y plantas, las piedras, los metales, los planetas y las estrellas participan de la plástica y la simbólica del blasón. Una figura frecuente en éste es el castillo o cualquier otra fortaleza; iniciáticamente son símbolos del alma regenerada, de la ciudad, recinto o palacio interior cerrado a las influencias profanas. En realidad el arte del blasón, su técnica espiritual, consistía en establecer un sistema de correspondencias y analogías entre el plano visible y el invisible, el natural y el sobrenatural, tratándose pues de una ciencia y un arte verdaderamente herméticos, y vinculada por lo tanto a la idea de "lo que está arriba es como lo que está abajo". No debe olvidarse que para la mentalidad del hombre tradicional y arcaico la naturaleza entera es una hierofanía, es decir una manifestación de lo sagrado. En este sentido las distintas especies naturales representadas en el blasón están expresando sus correspondientes arquetipos espirituales, y en un grado menor las diferentes tendencias psicológicas a ellas adscritas. Y en todo esto el hombre como intermediario, ya que es al propio universo interior de éste al que se refiere todo el código heráldico. Por ejemplo, si el águila es un animal eminentemente celeste, la actitud con la que generalmente se le representa (las alas desplegadas que en ocasiones abarcan todo el escudo como si lo contuviera) no hace sino simbolizar el vuelo del espíritu hacia las regiones superiores. Asimismo la actitud de gallardía y fiereza del león, animal terrestre, evoca e infunde el valor interior imprescindible para combatir contra las potencias obscuras y caóticas del inconsciente. Y el grifo (mitad águila y mitad león) supone un estado intermediario en el proceso que conduce de lo terrestre a lo celeste. También debe considerarse al blasón como un instrumento no sólo para defenderse de los enemigos físicos, sino, lo que era más importante, como un marco protector contra las influencias sutiles inferiores. En todo caso la adquisición de un blasón en sus orígenes estaba en relación directa con la evolución espiritual de aquel que lo pretendía, lo que sin duda eximía de cualquier privilegio ficticio y oportunista. Igualmente el significado esotérico de los símbolos, figuras y colores revelaba el grado espiritual que había alcanzado su poseedor; y esto mismo se hacía extensivo al escudo heráldico de una corporación, ciudad, reino o nación. En este sentido, para conocer la verdadera esencia y personalidad espiritual de una ciudad o región nada mejor que investigar en los símbolos presentes en sus blasones. Se comprende entonces la importancia de éstos por cuanto eran receptores y transmisores de ideas-fuerza y auténticas imágenes-mandalas, conteniendo algunos de ellos conocimientos de orden metafísico muy elevados.
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Es frecuente ver en casi todas las grandes y medianas ciudades del mundo museos arqueológicos que recogen los monumentos y las artes de la Antigüedad. Si bien los orígenes de la Arqueología se remontan a la Italia del Renacimiento, pueden encontrarse vestigios de ella en ciertos autores clásicos, como por ejemplo el historiador Dionisio de Halicarnaso, que puso el título de Arqueológica a una de sus obras; sin embargo no es sino hasta el siglo XIX que la Arqueología se convierte en ciencia oficialmente aceptada. Por otro lado es durante ese siglo que surgen casi todas las ciencias que se dedican al estudio del pasado del hombre y de la tierra; se asiste al nacimiento de la antropología o etnología, la paleontología, la historia de las religiones, la geología, etc. Podría quizá preguntarse el por qué este repentino interés por el pasado, lo pretérito, lo antiguo, y contestaremos que ello fue sólo posible por el hecho de que en el siglo XIX, y sobre todo en Occidente, se había prácticamente perdido todo vestigio de la Tradición, al menos de una manera visible y externa, por lo que era perfectamente lógico que el hombre empezara a escudriñar en los fragmentos de su pasado histórico para así reconstruir lo que fue la vida de sus antepasados, pues la suya propia se sumía en una cada vez más estéril mediocridad. Sucede también que en el siglo XIX es cuando se acaban de consolidar definitivamente el positivismo materialista y el racionalismo que venían incubándose desde ya hacía tiempo, lo cual debía influir decisivamente en la mentalidad de la época. Asimismo puede decirse que dichas ciencias fueron el resultado de esa visión excesivamente volcada hacia el exterior, que por cierto es la que todavía impera en la mayoría de los arqueólogos oficialistas, los cuales la proyectan en los mismos objetos de su estudio. Estos se empeñan en no ver en sus hallazgos otra cosa que restos más o menos interesantes y curiosos a los que hay que clasificar (y encasillar) según unos parámetros que ellos mismos han establecido para su comodidad investigadora.
Visitar un museo de Arqueología es en cierto modo recuperar el sentido de la atemporalidad. Todas las piezas, numeradas y catalogadas, están ahí como resistiéndose al tiempo, negándose a dejar de existir definitivamente. Ajenos a cualquier prejuicio nos daremos cuenta de todo lo que el hombre, inspirado en los principios metafísicos que conformaron su civilización, es capaz de crear, de hacer, de edificar, en definitiva de plasmar en la piedra o cualquier otra materia o substancia, reflejando la belleza de su mundo interior. Pues esas columnas y arcos, esas esculturas, pinturas, cerámicas, bajorrelieves, mosaicos, son símbolos y gestos que el rito del trabajo artesanal pacientemente ha elaborado y fijado: de repente toda la cultura humana está ahí representada. Un museo arqueológico es en verdad un discurso donde se expresa lo antiguo (éste es precisamente el significado etimológico de arqueología), término que no debe ser confundido con lo viejo y lo caduco; más bien se relaciona con todo aquello que es perenne y que refleja las ideas o arquetipos universales. En este sentido lo antiguo es perfectamente actual. Y un museo arqueológico puede ser un lugar excelente de meditación (señalemos que la palabra Museo procede de Musa) si lo abordamos no con ojos de "especialista", sino como si se tratara de una evocación poética donde con toda probabilidad encontraremos una parte o aspecto olvidado de nosotros mismos. |
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Por razones históricas y geográficas Toledo es el centro de la Península Ibérica. Además lo es por razones simbólicas y metafísicas, y la Tradición señala, por un lado, la antigüedad de esta ciudad que se remonta al origen de los tiempos, a saber, el tiempo mítico, y por otro, a su relación con la Atlántida, también presente en las raíces TL de su nombre. Queremos referirnos en este trabajo a Alfonso X el Sabio, verdadero punto central de la historia de España (a la que por otra parte recopiló), como el monarca más importante de Castilla, la que ha dado a España su unidad, su lengua, e incluso, posteriormente, su época de hegemonía mundial, incluyendo la conquista de América. En la historia de la España medioeval sobresale la figura eminente del rey castellano (1221-1284), hijo a su vez de otro gran rey, Fernando III el Santo. Alfonso X era llamado el Sabio sin duda debido a los vastos conocimientos que poseía sobre las diversas disciplinas y ramas del saber. Él mismo dejó escrito que un rey para ser tal debe ser el primero de los hombres en conocimiento y sabiduría, pues sólo así deviene reflejo en la tierra de la Inteligencia Suprema. Además Alfonso X, por su doble condición de rey y sabio, reunía en su persona la síntesis entre el poder temporal y el espiritual, que como ya sabemos constituyen las cualidades principales de todo verdadero Emperador. Posiblemente esta fue la razón (aparte de cuestiones dinásticas y de herencia en las que no entraremos) por la que durante gran parte de su reinado pretendió la corona del Sacro Imperio Romano-Germánico. El creía ser descendiente del linaje imperial que va desde Alejandro Magno, pasando por los emperadores romanos, hasta su tío Federico II. Y además para Alfonso X este linaje tenía orígenes celestes, ya que había sido instituido por el mismo Júpiter, a quien veía como una prefiguración grecorromana de Cristo. Si no lo consiguió fue debido a los pleitos e intereses de la política que en ocasiones empañaron los vínculos entre la realeza y el papado. Con toda seguridad lo que aconteció posteriormente en la historia europea hubiera tomado otros rumbos si Alfonso X hubiese sido entronizado como Rex Romanorum. No obstante esto no fue óbice para que la fructífera labor del rey sabio ejerciera una notable influencia en el terreno de la filosofía, las artes y las ciencias de su tiempo, y lo que es más importante, que esa labor tendiera un puente entre las culturas tradicionales de Oriente y Occidente. Gracias a la Escuela de Traductores de Toledo (auspiciada por su padre Fernando, quien tomó como modelo las creadas siglos antes por los califas omeyas de Córdoba), la riqueza de la civilización y cultura islámica (y a través de éstas de la filosofía griega) pudieron ser conocidas en la Europa cristiana. En esta escuela, la más importante de la época, participaban por igual doctores y sabios árabes, judíos y cristianos, lo cual reflejaba el espíritu de convivencia que caracterizó, durante grandes períodos del medioevo hispánico, a las tres tradiciones del tronco abrahámico. Los libros y tratados sobre astronomía, alquimia, música, medicina, geometría, agricultura y otras artes y ciencias herméticas, hebreas y árabes fueron traducidos al latín y a las diversas lenguas romances y vernáculas habladas en Europa. Igualmente el idioma castellano, al que también fueron traducidas muchas de esas obras, experimentó un enorme enriquecimiento gracias sobre todo a la influencia árabe, convirtiéndose además en el vehículo de una cultura.
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