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A la mentalidad moderna le resulta prácticamente imposible concebir la idea de una Ciudad celeste, en contraste con la mentalidad, plenamente sacralizada, de los pueblos antiguos y tradicionales, que no sólo acreditaban su existencia, sino que además veían en ella el origen de su cultura y civilización, como muy bien lo explican las crónicas y textos sagrados que nos han legado, en los que se dice que dicha ciudad es la morada donde habitan los dioses y los antepasados míticos, lo que expresa asimismo la idea de una genealogía espiritual, de ahí los nombres de "Tierra de los Vivos", o "Tierra de los Inmortales" o "Tierra de los Bienaventurados", como también se designa a la Ciudad del Cielo. Recordemos, en este sentido, que las ciudades tradicionales siempre se han construido conforme al modelo de esa Ciudad mítica, es decir como la proyección en el tiempo y el espacio del mundo de las Ideas y de los Arquetipos, como es el caso de Teotihuacan (la "Ciudad de los Dioses") de los antiguos toltecas mexicanos, o de Jerusalén, llamada la "Ciudad de la Paz", que figura a la Jerusalén celeste descrita por el profeta Ezequiel y posteriormente por Juan en el libro del Apocalipsis. El Ming-tang chino, cuyo nombre significa "Templo de la Luz", reproduce igualmente la estructura arquetípica de la Ciudad celeste, denominada en la tradición extremo-oriental la "Ciudad de los Sauces", habitada por los "Inmortales". En general, esa estructura está presente en todos los centros espirituales destinados a ser un símbolo de la manifestación del Cielo en la Tierra, y por tanto de la conjugación e íntima unión entre ambos, hasta tal punto que no existe diferencia alguna que los separe. Conviene recordar también que muchas veces era un país o región entera la que se consideraba la imagen misma del Cielo, como es el caso de la antigua China, llamada precisamente el "Celeste Imperio", o el Egipto faraónico, el que era asimilado a un corazón, símbolo también del Cielo, como nos dice Plutarco en su libro Isis y Osiris: "Los egipcios figuran el Cielo, que no puede envejecer porque es eterno, por un corazón", y lo mismo afirma Hermes Trismegisto en el Corpus Hermeticum: "¿Ignoras, oh tú, Asclepio, que Egipto es la imagen del Cielo y la proyección en este mundo de todo el ordenamiento de las cosas celestes? A decir verdad, nuestra tierra es el templo del mundo entero". |
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También es importante advertir que la fundación de las ciudades, con sus templos y santuarios, era un símbolo que expresaba la constitución o consolidación de una doctrina tradicional, convirtiéndose así la ciudad terrestre en la expresión misma de los principios cosmogónicos y metafísicos revelados por dicha doctrina, pues ésta siempre ha sido considerada como la emanación directa de la Doctrina del cielo, que no es otra que la propia Sabiduría Perenne, Ley Eterna, o Sanâtana Dharma, contenida en la Tradición Primordial, o lo que es lo mismo, en el Centro Supremo. Este, si bien en un principio era accesible a todos los hombres, se ha vuelto, por razones de orden cíclico, oculto e inaccesible para la gran mayoría, de ahí que sea a través de la comprensión del sentido profundo y esencial de la Enseñanza como se puede realmente establecer la comunicación con dicho Centro, es decir cuando la "intención" y la voluntad de todo el ser se oriente hacia el Conocimiento, y se identifique y sea uno con él, promoviendo así una verdadera transformación interior pareja con la realización de todas las posibilidades contenidas en el estado humano, a la luz de cuya plenitud todas las cosas aparecen reintegradas en la Unidad del Sí Mismo, lo cual está en relación con la frase evangélica: "Buscad y encontraréis, pedid y seréis saciados, llamad y se os abrirá". A esa transformación (precedida por numerosas muertes y nacimientos) se refiere la expresión hermética que sintetiza la consumación de la Gran Obra: "espiritualizar los cuerpos y corporeizar los espíritus", o "espiritualizar la materia y materializar el espíritu", como se dice en las primeras páginas de este Programa. El centro del estado humano está representado precisamente por el corazón, donde, en efecto, todas las tradiciones sitúan la morada simbólica de la Ciudad celeste, o Ciudad divina (en sánscrito Brahma-pura), que es el Reino de los cielos (identificado con Cristianópolis o el Templo del Santo Espíritu, "que está en todas partes", del hermetismo Rosa-Cruz), del que se dice que no vendrá ostensiblemente, "Ni podrá decirse: helo allí, helo aquí, porque el Reino de Dios está dentro de vosotros" (Lucas XVII, 21). Es también la Jerusalén Celeste como hemos dicho, cuyo advenimiento supone la abolición de la condición temporal, y por tanto la restauración del estado primordial y del sentido de la eternidad o "presente eterno". En consecuencia, podría entonces afirmarse que la Ciudad celeste es la posibilidad permanente de vivir la realidad en sí misma, sin reflejos duales, como ha sido, es y será siempre, constituyendo el punto de referencia vertical que da sentido y plenitud a la totalidad de nuestra existencia, que se reconoce en lo universal, conduciéndonos de la periferia al centro a través del Eje que comunica la Tierra con la Patria celeste, que es nuestro origen y destino final: "He aquí el Tabernáculo de Dios entre los hombres, y erigirá su Tabernáculo entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos" (Apocalipsis XXI, 3-4). |
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Al hablar de la Arquitectura (Módulo I, Nº 63) indicamos la importancia que tiene la forma del cosmos físico como modelo en el que se inspiraban los antiguos constructores para la edificación de los recintos sagrados y las viviendas humanas. Y entre los principales instrumentos utilizados para tal fin destacamos el compás y la escuadra. Ambos son los símbolos respectivos del Cielo y de la Tierra, y así se los contempla en diversas tradiciones, o más precisamente, iniciaciones, como el Hermetismo, la Masonería y el Taoísmo. El círculo que dibuja el compás, o su sustituto el cordel, simboliza al Cielo porque éste en efecto tiene forma circular o abovedada, cualquiera sea el lugar terrestre desde donde se lo observe. A su vez el cuadrado (o rectángulo), que traza la escuadra, simboliza a la Tierra, cuadratura que le viene dada, entre otras cosas, por la "fijación" en el espacio terrestre de los cuatro puntos cardinales señalados por el sol en su recorrido diario. Además, la Tierra siempre se ha considerado como el símbolo de la estabilidad, y la figura geométrica que mejor le corresponde es precisamente el cuadrado, o el cubo en la tridimensión. Para la Ciencia Sagrada, el compás designa la primera acción ordenadora del Espíritu en el seno de la Materia caótica y amorfa del Mundo, estableciendo así los límites arquetípicos del mismo, es decir, creando un espacio "vacío", apto para ser fecundado por el Verbo Iluminador o Fiat Lux. En el Génesis bíblico, la separación de las "Aguas Superiores" (los Cielos) de las "Aguas Inferiores" (la Tierra) dio nacimiento al cosmos, cuya primera expresión fue la creación del Paraíso, que como se sabe tenía forma circular. A este respecto se dice en los textos hindúes: "Con su rayo (radio) ha medido los límites del Cielo y de la Tierra", y en los Proverbios de Salomón, por boca de la Sabiduría se dice: "cuando (el Señor) trazó un círculo sobre la faz del abismo...". Igualmente en un cuadro del pintor y poeta inglés William Blake, se ve al "Anciano de los Días" (el Arquitecto del Mundo) con un compás en la mano dibujando un círculo. Pero en el momento de ponerse "manos a la obra", la casa no se empieza por el tejado. El trabajo comienza por abajo, en definitiva por los cimientos, por el conocimiento de las cosas terrestres y humanas. Aquí entra en función la "ciencia de la escuadra", tan necesaria para trazar con orden y juicio los planos de base del edificio y su posterior levantamiento, dándole la estabilidad y comprobando el perfecto tallado de las piedras que servirán de soporte y fundamento a la bóveda, techo o parte superior. En el trabajo interno es imprescindible, para que éste siga un proceso regular y ordenado, "encuadrar" todos nuestros actos y pensamientos en la vía señalada por la Tradición y la Enseñanza, separando lo sutil de lo grueso. Es esto precisamente lo que señala el Tao-Te-King: "Gracias a un conocimiento convenientemente encuadrado, marchamos a pie llano por la gran Vía". Recordaremos, en este sentido, que en latín escuadra también se dice "norma", que es asimismo una de las traducciones de la palabra sánscrita dharma, la Ley o Norma Universal por la que son regidos todos los seres y el conjunto de la manifestación cósmica. Podríamos entonces decir que la escuadra es el compás terrestre, puesto que no es sino la aplicación en la tierra y en lo humano de los principios e ideas simbolizados por el compás. Por otro lado, esta unión del círculo celeste y del cuadrado (o cruz) terrestre, está en relación con el enigma hermético de la "cuadratura del círculo" y la "circulatura del cuadrante", que sintetiza los misterios completos de la cosmogonía. En efecto, en la "ciencia del compás" y en la "ciencia de la escuadra" están contenidos la totalidad de los "misterios menores", cuyo recorrido es en primer lugar horizontal (terrestre), y posteriormente vertical (celeste). Con todo esto queremos indicar que en realidad existe una aplicación filosófica de la Geometría, que podríamos denominar la "Geometría Filosofal", que era perfectamente conocida por los constructores medioevales, los compañeros y masones operativos, como por todos aquéllos que se dedicaron a la Arquitectura u orden del cosmos como medio de elevarse al conocimiento de lo que el punto primordial simboliza. No en vano ya Platón hizo poner sobre el frontispicio de su escuela: "Que nadie entre aquí si no es geómetra", indicando así que sus enseñanzas sólo podían ser comprendidas por quienes conocían el aspecto cualitativo y esotérico de la geometría. Desde otro punto de vista, el trabajo con el compás y la escuadra sintetiza igualmente todo el proceso alquímico de la conciencia, del que la edificación y construcción no es sino el símbolo. De ahí que en algunos emblemas hermético-alquímicos se vea al Rebis o Andrógino primordial sosteniendo en sus manos el compás y la escuadra, es decir reuniendo en la naturaleza humana las virtudes y cualidades del Cielo y de la Tierra, armonizándolas en una unidad indisoluble.
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Ya sabemos que las letras hebreas, como las de cualquier lengua sagrada, son simbólicas, y como tal hemos de considerarlas en nuestros estudios y meditaciones. En efecto, dichas letras tienen una forma ideogramática, es decir que expresan ideas y principios, íntimamente relacionados con los números y las figuras geométricas. Al mismo tiempo esas letras son sonidos articulados de un Verbo único, las cuales en sus múltiples combinaciones generan la totalidad del lenguaje, es decir de lo que puede ser expresado, pues lo inexpresable pertenece a lo puramente metafísico e inmanifestado. Este es el caso de la letra Iod (o Yod), que constituye la primera del Tetragramatón, YHVH, el Nombre Divino inefable. Esa primacía está indicada por su misma pequeñez, que evoca un punto, o un germen, simbolizando así la esencia indivisible, oculta y secreta de la divinidad. Esto último la pone en relación directa con el centro geométrico, y por supuesto con la unidad aritmética, símbolos también del Principio inmanifestado. Asimismo, tenemos que el valor numérico de la Iod es diez, el cual expresa la totalidad de los aspectos creados, simbolizados por las diez sefiroth y los diez dedos de las manos, totalidad que está comprendida dentro de la propia unidad, pues 10 = 1 + 0 = 1. Por otro lado se dice que la letra Alef (que es la primera del alfabeto), está compuesta de cuatro Iod, estando entonces relacionada con el número 40, que a su vez se reduce de nuevo a la unidad, pues 40 = 4 + 0 = 4, y 4 = 1 + 2 + 3 + 4 = 10 = 1 + 0 = 1. Todo esto muestra las vinculaciones que existen entre el denario y el cuaternario, el primero simbolizando el desarrollo completo de la manifestación, mientras que el segundo expresa el vínculo que une esa manifestación a su principio, y viceversa. Esto mismo es lo que justamente simboliza la cruz inscrita en la circunferencia. Esta misma figura representa también los cuatro ríos del Pardés (o Paraíso), que emanan del centro del Arbol de la Vida, distribuyendo la unidad a todos los confines de la creación. Por otro lado, es indudable la importancia que el número 40 tiene en la Cábala, pues representa a las diez sefiroth en los cuatro planos del Arbol. Pero además dicho número está relacionado con los cuarenta años que pasó Moisés en el desierto antes de que el pueblo de Israel penetrara en la tierra prometida. Número que es también el de un ciclo simbólico atemporal, pues estando todos los planos de existencia unidos entre sí, también tienen una expresión cronológica. Por último señalar que para los antiguos cabalistas el hombre comenzaba a comprender los misterios a partir de los cuarenta años, edad que indica la madurez necesaria para comprender las más profundas y secretas verdades. |
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NOTA:
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Pese al proceso de desacralización del mundo moderno la fuerza del mito sigue presente. Como ya se ha indicado, una prueba de ello son los diferentes folklores, leyendas y cuentos que perviven en el alma popular, y que conservan la huella de los mitos y símbolos sagrados e iniciáticos, si bien es cierto que con frecuencia éstos aparecen degradados y con fuertes dosis de superstición. Empero, también es verdad, que si no fuera por esa supervivencia, nos sería prácticamente imposible tener conocimiento alguno de muchos de esos mitos y símbolos, pues se hubieran perdido para siempre. En el simbolismo astrológico esta memoria se vincula a la esfera de la Luna –y a la sefirah Yesod–, que en la estructura sutil del cosmos cumple una función conservadora y receptora donde están "depositados", en estado latente y potencial, los "gérmenes" sutiles del ser individual. Una vez despertadas las posibilidades superiores contenidas en esos gérmenes seguirán un desarrollo gradual y ordenado cuya plenitud coincidirá con el nacimiento de un hombre nuevo y completamente regenerado, lo que equivale al renacimiento espiritual. Que el hombre no puede prescindir de los mitos, puede verse hoy día en la gran cantidad de comics, novelas y películas, en donde las historias de héroes justicieros que luchan contra ladrones y asesinos están perpetuando el combate de las potencias luminosas contra las de las tinieblas. Lo mismo puede decirse del mito del amor (unión de los principios aparentemente antagónicos, pero complementarios, simbolizados por el hombre y la mujer) que es quizá el que con más fuerza se ha perpetuado y el que nutre la mayor parte de las películas y canciones modernas populares. Y esto es claro indicio de que la energía de la diosa del Amor y la Belleza, Venus, no se ha extinguido, sino que continúa plenamente vigente y llena de vitalidad en el alma de los hombres, como no podría dejar de ser, ya que se trata de una energía inmortal. |
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Los diversos significados de los mitos –así como los de los símbolos– no se contradicen, aunque se superpongan, o dicho de otro modo: estos significados son polifacéticos y se refieren tanto a distintos planos de la realidad como a diferentes aspectos de su manifestación. El hecho es que un grado o tipo de lectura del mito (o del símbolo) no tiene por qué necesariamente excluir a cualquier otro, sino que más bien estos sentidos se complementan, pues muchas veces se refieren a aspectos de la realidad que coexisten en ella intrínsecamente. El hombre moderno está acostumbrado a proceder en forma absolutamente binaria, o sea, por sí o por no (generalmente por lo "bueno" –siempre distinto y cambiante–, lo que lleva a negar el "mal" implícito en cualquier manifestación), razón que caracteriza a su educación lógico-formal, que en los siglos XVII y XVIII desemboca necesariamente en el racionalismo. Es el producto de su programación histórica, y con estos parámetros cree que está perfectamente capacitado para juzgar y valorar todo, sin comprender que es una víctima de su condicionamiento bajo cuya ilusoria ciencia se atreve a interpretar culturas y pensamientos que no sólo no fueron acuñados bajo esas simplistas e ingenuas perspectivas, sino que bien por el contrario, esos mismos pensadores y culturas se encargaron de advertir los riesgos de tales actitudes desde los comienzos de su formulación, puesto que los errores de la sociedad moderna ya están expresados en forma embrionaria en los gérmenes de la Grecia clásica, o dicho de otra manera, en los cimientos de todo organismo vivo (tal cual una civilización), que en virtud de su crecimiento múltiple cada vez se encuentra más alejado de su estado original, llevando en sí implícitos los elementos disolutivos que lo precipitarán a su degradación y muerte final. Por lo que la errónea simplificación de positivo o negativo (bueno o malo) excluyendo siempre lo uno en beneficio del otro, no es otra cosa que un error, ya que las calificaciones de que se trata son válidas sólo desde un punto de vista –ignorando el contrario– y están sujetas a la relatividad del tiempo (lo malo de hoy es lo bueno de ayer, lo que hoy pudiera considerarse bueno, lo malo de tiempos pasados, etc.). El mito, en su ambivalencia, aclara esta ignorancia de la que tanto se ufanan la mayor parte de nuestros contemporáneos que tratan de ser "buenos", o aún de manera más degenerada, "malos", sin comprender que en el conjunto de las cosas del cosmos estas valoraciones arbitrarias están sujetas a las determinaciones individuales de sus propios egos, cuya conveniencia interesada, ya sea social o personal, es el producto de sus deseos, que los sacuden en todas direcciones. Es este tipo de actitud, a saber: el desconocimiento de las leyes de la cosmogonía –a la que los mitos se refieren en primer lugar–, lo que les lleva a despreciar el mito, a vivirlo como fábulas o fantasías, o intentar su clasificación mnemotécnica y erudita, o en el mejor de los casos a interpretarlo con una chatura y mediocridad digna del pensamiento de la sociedad en que viven. |
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La Cábala puede agruparse en dos grandes divisiones. La primera es la Cábala de Bereshit –originada en la letra Beth, con la que comienza la creación–, y la otra es la Cábala de Merkabah, o la Cábala del Carro, relacionada con la Tri-Unidad de las sefiroth supremas. La primera se refiere a la Cosmogonía, y la podemos vincular con las figuras geométricas del cuadrado y el círculo, tierra y cielo respectivamente, y también con la horizontalidad y la verticalidad. Por cierto, es con la Cábala de Bereshit con la que usted liga por intermedio de esta Introducción. Hay cabalistas que vinculan directamente los veintidós Arcanos Mayores del Tarot con las veintidós letras del alfabeto sagrado, haciendo corresponder a la carta I, El Mago, con la letra Alef, y en sucesión las que siguen. No todos los hermetistas proceden exactamente de la misma manera en la cuestión de las equivalencias, y esto puede dar lugar a distintos diagramas sefiróticos en que los senderos queden signados por cartas del Tarot distintas. A continuación damos una versión, con el fin de que el lector pueda seguir tejiendo relaciones y correspondencias. |
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